"Sigo siendo Lullamae, la que robaba huevos de pavo y corría entre la maleza.
La única diferencia es que ahora lo llamo tener un día rojo".
Aunque sea temprano para ir a Tiffany´s, siempre podemos pasarnos por Arterego que es un proyecto creado por Nada Importa y Daniel Borrás en el que hoy, los caballeros y yo, hablamos de la honestidad. No sé si deberíamos ubicarnos en "canallas o supercanallas" pero tratamos de hablar de ello.
Pensar en la honestidad es díficil, sobre todo bajo la atenta mirada de los focos, las luces, las máscaras y el show que debe continuar para seguir -vendiendo- (y/o) soñando.
Aún así, bajo todo el atrezzo seguimos siendo los mismos.
Hablar de honestidad suena tan falso como autoproclamar que uno es humilde. Ni que decir tiene que la frase “la moda no trata de la belleza interior” puede resumir lo que, a primera vista, parece ofrecer el mundo de la moda, la imagen y la frivolidad en general.
Probablemente, nada más cierto pero, nada más falso. Hablar de honestidad supone transportarse automáticamente a Balenciaga. Maestros de maestros y asceta español fue el único ante el que Dior se inclinó y una luz entre las tinieblas. Con su carácter severo, español, ese aire serio y compungido casi místico, se descubría un hombre que entraba casi en éxtasis con la belleza serena y digna. No pisó el Prado ni ningún museo nunca y apenas sabía dibujar pero supo retirarse a tiempo. Justo a tiempo. Mona Von Bismarck lloró su salida de la moda una semana y el mndo de la moda enluteció pues no habría sucesor para el digno. Cristóbal Balenciaga sencillamente no quería “prostituir la moda“.
Para él, la moda era la Alta Costura, una diosa situada en un pedestal a la que hay que contemplar por obligación y con sumo deleite por esa belleza suya que conmueve y emociona. Le Dix -el diez-, su perfume, la perfección como sello de una marca, de un hacer y de una filosofía de vida. Insignia de la honestidad, de esa perfección motivadora. Ese grandilocuente término de sincera firma para el genio español.
Balenciaga era un hombre único y una estrella candente cuyo recuerdo no se pierde en la memoria. Sus más íntimos cuentan que crujía y retorcías las telas -con peso, por favor-; que oía los colores -no tan negro, negro aterciopelado, mañana de luto, azabache o perla…- y que flotaban sus manos entre encajes y enaguas.
Realmente es díficil hablar de honestidad en un mundo tan vendido a la comercialidad que, como diría Wilde, es “una forma de fealdad tan espantosa que precisa cambiar cada seis meses” pero, quizás, se pueda salvar a más de un alma pese a sus errores. Quizás se pueda nombrar a ese otro genio, Yves Saint Laurent, el príncipe de Argelia llegado a París.
Se comprendía con Dior con la mirada, vislumbraba el futuro y las necesidades del mundo y entendió -!entendió!- el tira y afloja de la vanidad femenina. “No se trata de escandalizar, que es muy fácil, sino de vender temporada tras temporada una chaqueta negra de silueta depurada a la misma mujer”. Las mujeres de YSL no eran ya aristócratas marmóreas de Balenciaga; ese hombre que concebía a las mujeres como estoicas vírgenes de la imaginería castellana tan hermosas, tan desgarradoras, y luego, tan inmaculadas sino salvajes corazones sin auriga que frene las bajas pasiones que bebían, reían, fumaban, lloraban y amaban. Sobretodo amaban. Porque, como decía el maestro de Orán “no hay mejor traje para una mujer que los brazos del hombre que ama“.
Hoy en día, presas de una contemporaneidad que podría ejercer de némesis de la honestidad, se podría nombrar a Karl Lagerfeld. Diseñador de Chanel y káiser de la moda sin objeciones. Si se le puede nombrar es, únicamente, por aquello que decía Capote en Desayuno Con Diamantes, “es auténtico porque es genuinamente falso“. Impostado tiene el sello, falsa la imagen, vacía la modernidad y sus sentencias están teñidas de veneno despótico y tiránico. Tiene ese sabor que rezuma a falso y que por eso sabe a auténtico. A descorazonadamente auténtico.
Como decía madame Chanel, otra embustera sincera que más que honesta era terrible y maravillosa al mismo tiempo, “las perlas sólo se pueden llevar falsas porque las auténticas son un lujo para casa”. A Lagerfeld le ocurre eso. Es fuego vano pero fuego y parece desafiar a todos a desentrañar su leyenda y su mito. Mira como diciendo, soy un fantoche de mentira pero te inclinas. !Soy un bastardo coronado, que rumoreen!
Al fin y al cabo, la honestidad es un concepto que suena a decimonónico, a obsoleto y a afincado en un pasado lejano de dandies, cortesanas y mecenas. Honesto sólo puede uno serlo consigo mismo porque, al fin y al cabo, la honestidad consiste únicamente en no traicionarse. Y eso, en un mundo que Lagerfeld ilustra con un “eres tan bueno como tu última colección y no tienes ni pasado ni futuro” no parece, de primeras, ser posible.
La honestidad parece renegar intrínsecamente de la frivolidad por principios. Pero, como es mujer, ya dijo Nieztsche “si no se persigue, te alcanzará” como la felicidad, la libertad o la sabiduría. Ciertamente, es díficil el compromiso que se pacta con ella pero hermosa gratificación la que confiere la honestidad: ser leyenda.
6 comentarios:
Escribes como el cielo. Precioso
Anónimo. Gracias
que maravilla
Pedro. Un beso
Leí tu artículo camino de vuelta a casa y ahora otra vez (un día de éstos tropiezo para no levantar). Mira que te he comentado cuando has publicado fuera de Cool&Chic, hoy no: timidez, falta de inspiración, día espeso...
tanto en las frivolidades como en las profundidades reconcerse las contradicciones es honestidad también. y los genios... ellos juegan en otra liga, :).
-mola arterego-
un beso y felicidades por este artículo.
Humming
Humming. Gracias. Un beso
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